Atender o reprender
JUAN DAMIÁN MORENO/CATEDRÁTICO DE DERECHO PROCESAL. UNIV. AUTÓNOMA DE MADRID
Atender o reprender. Ese es el gran dilema que parece haber tenido en vilo al Ministerio de Justicia durante todo este tiempo en torno a la reforma de la Ley reguladora de la responsabilidad penal del menor. Finalmente, se ha inclinado por presentar una reforma que mantiene un adecuado equilibrio entre ambos objetivos. La indignación provocada al comprobar como salen en libertad jóvenes que escasos años antes habían sido condenados por los más odiosos e incomprensibles crímenes lleva desde hace tiempo pesando como una losa sobre la conciencia de los partidos políticos, que no están dispuestos a hacer oídos sordos ante el clamor popular que reclama más contundencia en la persecución de estos delitos. Ya le pasó en su momento al Partido Popular, que no tuvo más remedio que acceder a la petición de los padres de las víctimas para que se les dejara participar en un proceso judicial que, debido a sus peculiares características, no estaba pensado para que los familiares pudieran intervenir como acusadores en el juicio.
La alarma social causada por el asesinato de Sandra Palo y el movimiento que surgió como consecuencia de tan dramático suceso sirvió para que la mayor parte de los responsables políticos afrontaran la última campaña electoral con el compromiso de acometer una modificación legal que tratase de conciliar los bienintencionados principios que inspiraron la aprobación de aquella ley con los lógicos y comprensibles deseos de justicia de los familiares de las víctimas, que exigían una mayor dureza en el castigo de los culpables.
La Ley Penal del Menor se diseñó con el propósito de proteger el interés de los menores, procurando evitar los efectos aflictivos que el proceso penal pudiera causar en ellos. Eso lo sabe muy bien el Defensor del Menor, que se ha mostrado muy crítico a cualquier medida que supusiese un endurecimiento indiscriminado de las penas y que lleva insistiendo una y otra vez en que el problema de esta ley es la falta de recursos para poner en marcha las medidas de educativas y resocializadoras que contempla. Para nadie era un secreto que se trataba de una ley cara y que su puesta en marcha exigiría un gran esfuerzo económico de los poderes públicos.
Entre los planes del Ejecutivo está el de modificarla para endurecer las sanciones en los delitos más graves así como permitir que, excepcionalmente, puedan ingresar en prisión aquellos menores que a los dieciocho años aún no hubieran terminado de cumplir el periodo de internamiento impuesto por el juez de menores. Pero, por si esto fuera poco, algunas organizaciones sociales, como el Movimiento contra la Intolerancia, pretenden incluso que se les reconozca la posibilidad de colaborar en los procedimientos judiciales mediante el reconocimiento de la acción popular, poniendo así de alguna manera en tela de juicio la capacidad del Ministerio Fiscal para amparar los derechos de las víctimas. No es bueno que el deseo de revancha sea el único criterio que inspire la legislación penal de menores. Ningún gobierno debiera ceder a las demandas que ciertos sectores de la población formulan en relación con este tipo de asuntos; si así fuera, es muy probable que aún nos encontrásemos en los años en que el linchamiento o la aplicación de la Ley del Talión constituían la respuesta natural frente al delito.
Hay que tener en cuenta que las conquistas que en este aspecto han logrado las naciones civilizadas se cimentan sobre todo en el respeto a la dignidad de la persona; es responsabilidad de los gobernantes conciliar el respeto de sus derechos con la defensa de la sociedad, lo que en esta cuestión no resulta nada fácil. El principio de acción y reacción, tan magistralmente descrito en 'Los chicos del coro', no ha demostrado tanta eficacia como la gente cree en el tratamiento de menores conflictivos.
La obligación del Estado no es sólo proporcionar seguridad y bienestar a los contribuyentes, arrinconando a quienes exhiben comportamientos antisociales, sino ayudar a los que sufren las consecuencias de la marginalidad. La delincuencia juvenil es un problema que debe ser abordado en todos los frentes y la respuesta penal tiene que ir acompañada con medidas que combinen la sanción con la rehabilitación y la reparación del daño causado.