GABRIEL ALBIAC
Suicidar a los lacayos
Era un 22 de julio. Año 1209. Simon de Monfort cierra el cerco de la
rebelde Béziers, capital de la herejía albigense. Va a proceder al asalto.
La campaña es militar, pero, ante todo, teológica (cruzada la llamó Roma).
Monfort es un guerrero implacable.También, un ignorante en teología.
Cabalga, pues, a su costado siempre el Abad de Citeaux, asesor religioso sin contar con cuya aquiescencia ni un solo paso militar es emprendido.
Tiene órdenes Monfort de pasar a cuchillo a la población adulta masculina. Eso no le plantea problemas: cosas más agrias ha hecho. Niños, mujeres y ancianos hacinados en la catedral suponen, sin embargo, un dilema que el rudo mercenario sabe no ser de su competencia: ¿cuáles de ellos deben, en tanto que herejes, ser ejecutados, cuáles, en tanto que buenos cristianos,
serán confortados por los liberadores? Consulta al Abad. Es su obligación.
Podemos imaginar a Su Eminencia mirarlo compasivo: ese noble bárbaro hace preguntas en verdad extrañas. Responde, displicente: «Mire, usted mátelos a todos, que ya Dios se encargará de reconocer cuáles eran de los suyos».
Ardió Béziers. No hubo supervivientes.Eran los inicios del siglo XIII; en
Europa. O sea, ahora; en el Islam. No perdería yo un segundo reprochando a Bin Laden el masivo asesinato de
los 5.000 trabajadores de las Torres Gemelas. Como no lo hubiera perdido tratando de mostrar su barbarie a Simon de Monfort. En la creencia que cada uno de ellos exhibía, su actuación fue sacral e inatacable. Hay que ponerse fuera de la creencia para combatirla. Para combatirla: no se argumenta frente un creyente. Si es que de verdad cree, por supuesto.
Existe un reproche interno, sin embargo, del cual nada ni nadie librará a
Bin Laden: ¿por qué el príncipe de los creyentes manda sólo a los otros a entregar su vida? Convencido como estaba de la sincera fe del millonario, temí yo, el 11 de septiembre, una jugada maestra. Una jugada frente a la cual toda respuesta civilizada hubiera sido impotente. Esta: el día 12, Bin Laden reivindica la autoría de la matanza y se entrega a un organismo internacional. El juicio del héroe se hubiera convertido en la mayor catapulta publicitaria de la historia de los últimos 2.000 años. En caso de condena, el mártir hubiera inspirado el más fanático estallido de yihad en toda la historia del fanático islamismo.
Era una operación maestra. Requería poca cosa: sólo jugar la vida. La
propia. No la de los lacayos. No hay piedad que el millonario asesino me
inspire ahora, cuando es ya poco más que un cadáver nómada. Tuvo su
ocasión. La perdió. Por cobardía.