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Autor Tema: Acomodemos cuanto antes… la igualdad  (Leído 1129 veces)

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Desconectado federicomartin

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Acomodemos cuanto antes… la igualdad
« en: 07 de Noviembre de 2016, 15:22:24 pm »
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Cada vez son más las voces que reclaman una solución política al problema de Cataluña. Acto seguido, estas mismas voces nos explican que con la ley sólo no basta, que es imprescindible acudir a la política para resolver el conflicto. El último en sumarse con entusiasmo a esta creativa tesis, Albert Rivera en la entrevista de ayer en El País.

No resulta tan grave que los nacionalistas sean nacionalistas, como que los (presuntos) no nacionalistas hayan renunciado expresamente a plantarles cara, y, a todas luces, defiendan ya un proyecto asimilado al del nacionalismo. Hablar de problema catalán – que es lo que se colige de la fórmula reformas que necesitan los catalanes– como algo fragmentado o escindido del resto de España es demencial; esgrimir una solución política como un ente diferenciado de la aplicación de la ley, más de lo mismo.

No existe un problema catalán, ni con  Cataluña, sino un grave problema en España al estar en tela de juicio nuestra ciudadanía compartida. Este problema, de extrema gravedad, no afecta a unos determinados y pretendidos nativos, usuarios de una determinada parte del país, sino al conjunto de sus legítimos titulares, los ciudadanos españoles. Cuando se quiere fragmentar la ciudadanía, y se pretende ejercer un ficticio derecho a decidir privarnos del verdadero derecho a decidir que detentamos el conjunto de ciudadanos españoles, estamos ante un problema, de magnitudes considerables, que afecta a todos los ciudadanos, no a una parte de ellos. Aunque algunos aún no lo entiendan, la ciudadanía no nos la concede nuestro lugar de origen ni nuestros afectos geográficos. Está bien que los tengamos, pero a efectos políticos son irrelevantes. Lo que nos hace ciudadanos es la ley común, democráticamente otorgada, que es igual para todos y frente a la que todos somos iguales. Esa ley se puede modificar, por supuesto, por los cauces democráticamente establecidos y también entre todos nosotros. Lo que no se puede modificar ni derogar en ningún caso es nuestra cualidad de ciudadanos. La ciudadanía no viene configurada por una historia, lengua, sangre, etnia o leyenda comunes, ni siquiera por unos lazos culturales o afectivos compartidos, sino por la ley que nos iguala y permite la convivencia. Nuestra comunidad política es democrática porque no se asienta en ninguna baja pasión, ni en elemento emocional alguno, sino en el aglutinante de la ley común, elemento racional a partir de cuyo cumplimiento cada uno puede ser tan parecido o diferente al vecino como le plazca. Así, haber nacido en un lugar o en otro no puede concedernos un estatus jurídico o económico privilegiado. Bajo ningún concepto.

Si el planteamiento que algunos hacen del problema es grave, la solución que ofrecen lo es aún más. Entre la ley y su incumplimiento no existe una tercera vía, por más que se empeñen en dibujar soluciones mágicas e imposibles. En democracia, no hay nada, absolutamente nada, fuera de la ley. Cuando un gobierno legítimo y democrático plantea el estricto cumplimiento de la legalidad vigente, y otro, de idéntica naturaleza, propugna el desacato a la ley y un golpe de Estado institucional, aún por fascículos, inmediatamente la simetría entre ambos queda rota. No se puede poner en pie de igualdad ni repartir cuotas de responsabilidad entre quien cumple las reglas del juego y quien sistemáticamente las ignora. Modificar éstas, opción legítima y hasta recomendable en muchos casos, jamás puede presentarse como atractivo idóneo para propiciar que algunos bajen del monte. Que modifiquemos las reglas del juego ha de ser una decisión legítima de todos nosotros, tomada sin presiones, y, desde luego, nunca configurada como intento de calmar o integrar a los que han hecho de su voluntaria exclusión del sistema todo fundamento político. Nuestras normas se habrán de cambiar, además, en el sentido contrario a lo que algunos proclaman: para garantizar una financiación justa e igualitaria, eliminando privilegios fiscales como el concierto económico vasco y el convenio navarro, y para recuperar para el Estado competencias legislativas de educación, sanidad y justicia, preservando así el igual acceso a los servicios públicos de todos los ciudadanos, con independencia de su lugar de origen o residencia.

Estas declaraciones parecen el preludio de un pacto fiscal para Cataluña. Esto es, de un nuevo órdago contra la igualdad de todos los ciudadanos españoles. Abonado el terreno de las supuestas soluciones políticas, esperan que nadie alce la voz. Por desgracia para ellos, UPYD siempre estará enfrente de cualquier chanchullo que fracture la convivencia y consolide la segregación entre ciudadanos de primera y de segunda. Para nosotros, el objetivo político ha de ser bien distinto. No se trata de acomodar a los territorios, entes inanimados y carentes de derechos, y menos aún a los nacionalistas, expertos seculares en hacer del chantaje estrategia única de acción política, sino de garantizar y preservar la igualdad. Del acomodo real de este valor político, hoy olvidado premeditadamente por algunos, depende nuestro futuro.