Los dos permanecimos silenciosos unos instantes, y cuando miró hacia la ventana vi los primeros débiles fulgores de la aurora, que se acercaba. Una extraña quietud parecía envolverlo todo; pero al escuchar más atentamente, pude oír, como si proviniera del valle situado más abajo, el aullido de muchos lobos. Los ojos del conde destellaron, y dijo:
-Escúchelos. Los hijos de la noche. ¡Qué música la que entonan!
Pero viendo, supongo, alguna extraña expresión en mi rostro, se apresuró a agregar:
-¡Ah, sir! Ustedes los habitantes de la ciudad no pueden penetrar en los sentimientos de un cazador.