Yo sí me lo imagino.
Yo sí me imagino a demócratas y republicanos, peleando por ver quién suelta primero a todos y cada uno de los terroristas de Boston. (Y maricón el último).
Y también me imagino a los norteamericanos regando con subvenciones a un partido de los asesinos de Boston, y a los jueces del Supremo legalizando a ese partido y a sus dos marcas: la de los asesinos A y la de los asesinos B. Y a los policías manipulando pruebas de los asesinatos de Boston.
Me imagino también a los policías cambiando extrañamente, en horas 24 las pruebas del crimen. Y me imagino al juez Johnson, Robinson o como quiera que se llame, escandalizarse en privado con los medios de comunicación a micrófono cerrado, anunciando que los policías iban a pasar las de Caín y luego lavarse las manos como Pilatos, diciendo que no se sabe qué les mató, pero que vino de Méjico y que por tanto, los culpables tuvieron que ser los sospechosos habituales, los inmigrantes mejicanos del locutorio. Me imagino también al presidente condecorándolo y a su sucesor, aplaudiéndolo con las orejas.
Me imagino a los políticos y periodistas, decir que hay que tender puentes con los asesinos de Boston, que hay que dialogar, que hay que tener toda la generosidad del mundo, con tal de que dejen de matar.
Me lo imagino: como poder, es posible, pero altamente improbable. Para ello, tendrían que llegar a la degeneración en grado sumo que se está dando en (¡qué gran título el del libro de Federico!) lo que queda de España. Y eso hay que trabajárselo mucho, y a conciencia.
