En la Biblia hallamos dos leyes, mejor conocidas como los dos testamentos. Sus reglas son distintas; por tanto es imposible guardar las dos. Pero esto no las hace contradecirse, pues el mismo Dios es autor de ambas. Antes bien, fueron escritas para dos épocas distintas. La ley antigua sirvió bien para su época particular; la nueva sirve bien ahora.
Desde el monte Sinai Dios entregó una ley al pueblo de Israel y mandó a Moisés a escribirla. Por eso esa ley llegó a conocerse como la ley de Moisés. El Nuevo Testamento a veces se refiere a ella como “la ley”, mientras se refiere al nuevo orden que Cristo instituyó como “la gracia”.
La ley de Moisés fue provisional: fue hecha para terminarse. “Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan” (Hebreos 10.1). Terminó su obra y encontró su fin en Cristo. “Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree” (Romanos 10.4).
La ley de Moisés fue terminada por causa de su debilidad y muriendo aquella ley falible, pudo efectuarse la ley perfecta de Cristo.
Dios lo planeó así desde el principio. Se puede ver en la misma ley de Moisés: “Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare. Mas a cualquiera que no oyere mis palabras que él hablare en mi nombre, yo le pediré cuenta” (Deuteronomio 18.18-19). Estas palabras de Dios mismo señalaron al día en que un legislador más grande que Moisés entregaría una ley superior. Así que Moisés, el escritor del primer pacto, aun al escribirlo predijo su anulación.
La ley de Cristo es el cumplimiento del plan perfecto de Dios, formado desde antes de la fundación del mundo para salvar a la humanidad. La ley de Moisés fue dada a causa de las transgresiones, mientras Dios preparaba al mundo para la venida de Cristo.
La Biblia hace una distinción clara entre la ley vieja y la nueva. Por ejemplo, la ley de Moisés mandó la pena de muerte para ciertos crímenes, y la guerra contra las naciones pecaminosas. En cambio la ley de Cristo nos encarga a amar a nuestros enemigos y a hacer bien a los que nos hacen mal. Eso es porque el nuevo pacto le quita al pueblo de Dios las responsabilidades del estado que le pertenecían bajo el viejo pacto. Quita también los sacrificios y figuras de la ley, ya que quedan cumplidas en Cristo. En cambio instituye un culto espiritual, dirigido por el Espíritu Santo de modo que sea “en espíritu y en verdad”. Reemplaza la ley moral, resumida en los diez mandamientos, con la ley más alta de Cristo. Algunos no quieren reconocer este último cambio. Sin embargo, Jesús lo afirmó repetidas veces con sus palabras del Sermón del monte: “Oísteis que fue dicho... pero yo os digo”.
La ley de Cristo ha reemplazado completamente la ley de Moisés como nuestra regla de doctrina y conducta. El apóstol escribió hace casi dos mil años que Dios, “al decir: Nuevo pacto, ha dado por viejo al primero; y lo que se da por viejo y se envejece, está próximo a desaparecer” (Hebreos 8.13). Las dos leyes son tan diferentes que no podemos guardar las dos.