La otra cara de la moneda 1
Cansada ya de los post amarillistas que penalizan el aborto, quería compartir este texto con ustedes. Es largo, pero vale la pena leerlo para tener una idea de por qué es tan ilógico y sin bases el movimiento anti-abortista. No agrego imágenes innecesarias, ya que bueno, el post es bastante largo por sí mismo.
Para iniciar una discusión racional sobre el aborto conviene conocer algunos detalles del proceso que transforma el óvulo fecundado en un bebé listo para iniciar una vida independiente fuera del vientre materno. En particular, son cruciales los primeros pasos del desarrollo. Se ha observado que un poco después del apareamiento, y cuando uno de los espermatozoides ha logrado superar las barreras externas del óvulo, la fusión de los dos genomas puede tardar hasta un día. Treinta horas después de haberse mezclado los materiales genéticos de padre y madre, comienza la división celular. Al principio son dos células, luego, cuatro, ocho, 16..., hasta formar un paquete esférico, la mórula, cuerpo de un tamaño –dicen– no mayor al punto que aparece al final de esta frase. A los cuatro días, la mórula se dilata y se ahueca para formar el blastocisto.
El blastocisto no tiene órganos ni atributos humanos. En palabras sencillas: es apenas un conjunto esférico e infinitesimal de células indiferenciadas, un lejano proyecto de ser humano. A partir de ese momento, se da inicio a la diferenciación celular. Los cambios continúan hasta cuando, varias semanas más tarde, el embrión se transforma en feto, y ya se adivina ante la lupa un ser vivo, una pequeña criatura con apariencia más de reptil que de humano.
Una personita, dicen los que están a favor de penalizar el aborto, para conmovernos. ¡Cuál personita! Un conglomerado simple de células. Para llegar a ser una personita, para poseer un mínimo de lo que llamamos humanidad, es necesario que aparezca la complejidad programada en el ADN. Recordemos que la vida se deriva de la complejidad. Y esta no se logra hasta varias semanas después de la fecundación. Una mórula o un blastocisto no poseen complejidad. Ni las etapas que les siguen inmediatamente. Las células son complejas y están vivas, tan vivas como la que encontramos en cualquier cultivo de células humanas, pero nadie con sentido común las considera una personita.
El blastocisto es un cuerpo interesante, pues es posible separar algunas de sus células y a partir de ellas obtener otro blastocisto, y de este, otro, indefinidamente. Disponiendo de úteros suficientes, podríamos montar una fábrica en serie de seres humanos, todos ellos gemelos idénticos. Anotemos que la naturaleza, por accidente, lleva a cabo esa misma división (dos casos por cada 1.000 embarazos), y de un embrión arma dos gemelos idénticos; dos almas a partir de una.
A quienes se oponen al aborto temprano alegando que tales paquetes de células son seres humanos, podremos contestarles que para ello es necesario que posean alma (REQUISITO DE LOS CREYENTES), de lo contrario, no se diferenciarían esencialmente del embrión de un chimpancé. Y si tienen alma, entonces llegamos al absurdo de que el alma es divisible. Y tantas veces como queramos. Un milagro de la ciencia: la multiplicación indefinida de las almas. No sobra comentar que a veces dos embriones, correspondientes a dos futuros mellizos fraternos, se fusionan en un solo sujeto para formar una quimera genética, llamado así porque una parte de sus células portan el genoma de uno de los frustrados mellizos, mientras que las restantes portan el del otro. ¿Fusión de almas? Imposible, porque el alma es una. Pero ocurre, y es la misma naturaleza la que comete semejante atropello. No puede ser, puesto que los teólogos aseguran que el alma es inmortal, indivisible, imperturbable ante el bisturí, imposible de fusionar dos en una; entonces, necesariamente, se trata de material biológico sin alma y, en consecuencia, no hay problemas éticos en manipularlo. Pero sí los hay, dicen los teólogos. Con la metafísica y el verbo se hace toda clase de malabares lógicos.
Otros alegan que el embrión es un ser humano, pero en potencia, y que por tanto debemos respetar su vida. A estos los refutamos con facilidad: toda célula de nuestro cuerpo también es un ser humano en potencia, un clon nuestro. Recordemos que la oveja Dolly fue creada a partir de una célula de la ubre de su madre. En consecuencia, para ser consecuentes con la idea de la potencialidad, deberíamos conservar en relicarios inviolables cada tumor o parte que los cirujanos retiren de nuestro cuerpo, o toda célula que se desprenda de nuestra piel, pues son portadores de nuestro genoma y, por tanto, en potencia son mellizos idénticos a nosotros. En el polvo de nuestra casa, para no ir muy lejos, hay millones de copias de nuestro genoma, pedazos invisibles de piel desperdigados por el suelo y de los cuales podríamos, disponiendo de una tecnología avanzada, obtener fotocopias exactas de nosotros mismos. Pero sin respeto alguno los pisamos y a la caneca de la basura van a parar con otros desperdicios.
Para definir el tránsito de la vida a la no vida, esto es, de la vida a la misma nada, la actividad cerebral es el indicador aceptado por casi todo el mundo civilizado. Por eso, una vez desaparecida la actividad cerebral de una persona, caen los cirujanos sobre el “cadáver”, con su corazón aún latiendo, como buitres carroñeros, para beneficiarse de sus órganos sanos y, por medio de un transplante, alargar la vida de un paciente; más bien de un impaciente, porque esos males no dan espera. Por otro lado, se sabe que el embrión en sus primeras etapas no tiene actividad cerebral, ni siquiera posee cerebro, luego es posible alegar que todavía no es un ser humano. Esto parece razonable, dentro de una ética civil, sin imposiciones abstractas traídas del más allá, civilizada, por convenio entre humanos sensatos, sin prejuicios religiosos. Por eso, en las discusiones sobre la ética del aborto, estas fronteras difusas entre la vida y la no vida, un poco arbitrarias, pero razonables, se deben tener en cuenta en el momento de establecer las leyes correspondientes.
Las autoridades religiosas y muchos laicos se oponen a la llamada píldora del día siguiente, aduciendo que después de la fecundación, el óvulo ya no es una simple célula, sino un ser humano en potencia, provisto de alma, por lo que cualquier intento por evitar que se inicie el embarazo significa el asesinato de una persona. También se oponen, por idéntica razón, a cualquier manipulación del embrión, aunque esté destinado a salvar otras vidas; es decir, cuenta para ellos más la vida del embrión, que la de un ser humano ya formado. Que es un atentado contra la dignidad humana y un irrespeto a la vida, dicen otros, muy serios.
Es cuestión de óptica. Pero lo que sí no es de óptica es que impedir el aborto a una mujer sin recursos de ninguna clase, y con ello traer a este mundo a un ser a quien la futura madre no podrá criar, ni educar, ni lo desea, sí es un gran atentado contra la dignidad humana. Y contra la libertad. Permitir que una niña de 12 años (casos se han dado y se darán), embarazada a la fuerza por un tarado (malos genes), tenga ese hijo, con riesgos notables para su propia vida, es un acto abominable, y se debe castigar con severidad a todo aquel que impida ese aborto. Se olvidan imperdonablemente de la vida de la madre, este sí un ser humano, no un proyecto en desarrollo. Y, para agravar el asunto, en un mundo superpoblado. Por eso debemos señalar a todos aquellos que en nombre de una moral sin fundamento serio cometan tan graves atropellos contra las mujeres y contra la dignidad de la vida. Y, para colmo de la desfachatez, que lo hagan en nombre de la dignidad de la vida.
Consideran también un atentado contra la vida evitar que nazca un niño con taras, deformaciones y aun con enfermedades incurables y muy dolorosas, para luego llevar una vida miserable y hacérselas miserable a los padres. Oigamos la voz ya de ultratumba de Juan Pablo II: “Un diagnóstico que muestra la existencia de una malformación o una enfermedad hereditaria no debe ser el equivalente de una sentencia de muerte”. ¿Será acaso un atentado contra la vida? ¿No será, al contrario, un atentado contra la vida permitir que nazcan seres con malformaciones que los destinan a una tortura permanente? ¿Dónde estaba la bondad tan cacareada del bondadoso Juan Pablo II?