Quiero pensar que el hecho que una agresión, independientemente de sus consecuencias, sea noticia prime time a nivel nacional, responde a un pacto tácito de concienciación o educación social, es claro que puede tener efecto criminógeno, pero se considera mayor el efecto de asunción general del concepto doloso: es decir inaceptable y punible por la sociedad, de conductas que se sabe ocurren desde siempre en la intimidad de los hogares, con un reducido eco en los círculos familiares o vecinales.
Ahora bien, cuando el poder social entra a juzgar estas conductas debiera haber sido más educativo y preventivo que carcelario, me explico, convertir a un maltratador de palabra o físico, después de un largo período de tiempo de aceptación social de la situación, en un delincuente peligroso, cuando además subyacen situaciones de marginación, incultura o alcoholismo, hacen que la situación se radicalice y se descontrole. La pareja tiene unos vínculos de afectividad, hijos, obligaciones o bienes, que sufren una convulsión a veces no acorde con el fín que se persigue, convirtiéndose en nuevos focos, incluso más potentes que los iniciales, de prolongación y agravamiento del conflicto.
No debemos olvidar que el comportamiento humano tiene su fundamento genotípico y fenotípico, detrás de un maltratador de cualquier edad puede haber una larga escuela y práctica de maltrato, de vivir el maltrato como elemento de la relación de sus padres, probablemente lo ha sufrido y lo ha tenido que integrar para su propia supervivencia.
Pero no sólo el agresor, hablamos alegremente de autoestima, cuando la propia víctima no inicia su relación con el maltrato como pareja, sino como hija, debiendo, a su vez, integrarlo y asumirlo en la soledad de una sociedad que no sólo era impasible, además lo protegía y fomentaba con valores de supremacía del macho.