La guerra civil española fue un drama que afectó la vida de millones de seres humanos. Hubo heroísmo y bajeza en ambos bandos, entre quienes se declaraban defensores de la República o de la revolución (comunista, anarquista o de otro tipo), y entre quienes se consideraban defensores de la Patria, de la tradición, del orden, incluso de la Iglesia. El número de víctimas fue muy elevado. Y, sí, miles y miles de cristianos fueron asesinados simplemente por ser lo que eran: seguidores de Cristo, miembros de la Iglesia.
El odio contra la Iglesia católica y contra los sacerdotes ya se había inculcado en España desde el siglo XIX y contó con una alianza de ideas de dos grupos aparentemente muy distintos: el grupo masónico-burgués, y el grupo marxista-anarquista-proletario. Se divulgaron mucho libros y publicaciones populares llenas de alusiones despectivas contra la Iglesia, se invitaba no sólo a defenderse del catolicismo, sino a combatirlo; en 1936 había 146 diarios antirreligiosos en España y se publicaban libros con títulos ofensivos.
Esta labor propagandística fue muy profunda y afectó a miles de personas, por lo que no es de extrañar que cualquier ocasión pudiera convertirse en un pretexto para quemar iglesias, insultar a los sacerdotes o religiosos, y llegase a desembocar en formas más graves de violencia (en 1909, “Semana Trágica de Barcelona”, fueron incendiados unos 70 edificios religiosos; en 1931, sobre todo en las grandes ciudades y en los primeros meses de la República también se repitieron estos hechos; y en 1934, la revolución de Asturias, fueron asesinados varios sacerdotes).
Todo el clímax de odio y de matanzas llegó con la guerra civil y la revolución en la zona republicana. Fueron asesinados 12 obispos, más de 4000 sacerdotes, 2365 religiosos, 283 religiosas, y un número difícil de calcular de laicos católicos.