Convergencia europea? Sí, pero…
Es difícil hacer juicios de intención sobre los motivos de toda esta reforma que, en muchos casos, puede ser denominada como revolución. Aunque nada nos impide preguntarnos algunas cosas que resultan de sentido común.
Graciano González R. Arnaiz
Profesor de Ética y Racionalidad Práctica. Universidad Complutense de Madrid
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Si traducimos necesidad de adaptación de la universidad a la sociedad, por adaptación al mercado; y si traducimos rendir cuentas por una manera de “gestión empresarial” de la universidad, tenemos las dos claves sobre las que se sostiene toda la reforma.
La verdad es que la historia de la convergencia europea ha sido corta, pero muy intensa. A grandes trazos, se podría decir que el Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) arranca con la Declaración de Bolonia de junio de 1999. Si bien, es verdad que antes y después hubo la Carta Magna de las universidades europeas firmada por los rectores asistentes en Bolonia, en septiembre de 1988; la Declaración de La Sorbona, de 1998, la I Convención Instituciones de Educación Superior de Salamanca, de marzo de 2001, la Conferencia de Ministros de Praga de 2001 y de II Convención de Graz, de mayo de 2003 que son los hitos que marcan el pulso de lo que ha querido proponerse como marco de una posible –y ya inevitable– política común de la educación universitaria. Finalmente, la conferencia de ministros europeos de 2005, de Bergen, opera en clave de seguimiento de la puesta en marcha de dicho espacio, en un plazo que abarca hasta el 2010; fecha en la que todo lo que supone el Espacio Europeo de la Educación Superior (EEES) tiene que haber sido introducido.
Las declaraciones y principios
En el espíritu de esta política universitaria hay tres objetivos que se van consolidando y vertebrando, después, en múltiples aspectos. Estos tres objetivos son los que subyacen a la declaración de Bolonia que constituye el acta de constitución del EEES:
* adoptar un sistema de titulaciones fácilmente comprensibles y comparables, para promocionar la obtención de empleo y la competitividad del sistema de educación superior europeo;
* adoptar un sistema basado en dos ciclos fundamentales –grado y postgrado–. El acceso al segundo grado requerirá que los estudios de primer ciclo se hayan completado con éxito, en un período mínimo de tres años. El diploma obtenido después del primer ciclo será también considerado en el mercado laboral europeo como nivel adecuado de calificación, mientras que el segundo ciclo conducirá al postgrado y/o al doctorado;
* establecer un sistema de créditos similar al de ECTS (European Credit Transfer System) para promocionar la movilidad estudiantil. Los créditos se podrán conseguir también fuera de las universidades, incluyendo la experiencia adquirida durante la vida.
Para quienes se acerquen por primera vez a estos asuntos, hay que señalar que la palabra créditos es un término que ya se utiliza en nuestra universidad para establecer las horas de docencia y/o de prácticas que corresponden a una determinada asignatura. De manera que una asignatura de cualquier carrera universitaria que “valga” 6 créditos, querrá decir que esa asignatura tiene que tener 60 horas de docencia en las que se incluyen las “prácticas”.
Lo novedoso, pues, es que ahora un crédito corresponde a una cantidad de entre 25 ó 30 horas; sólo que en dicha cantidad –a efectos de cómputo– hay que incluir, por ejemplo, el tiempo estimado que el estudiante ha empleado para hacer un trabajo, o cualesquiera otras actividades que han de estar programadas con dicho fin. De manera que puede haber actividades, fuera de la universidad o dentro de ella, pero no directamente relacionadas con la carrera que uno está haciendo y que cuentan a la hora de contabilizarse como créditos. Pues una carrera o un título se define por la cantidad de créditos que un estudiante debe superar con éxito y ya no tanto por las asignaturas cursadas –siempre dentro de unos límites, pues cada título tiene créditos obligatorios, optativos, genéricos y de libre disposición–.
Dejando al margen la promoción de la movilidad de estudiantes y profesores, y el libre intercambio, este espacio europeo se justifica en el reconocimiento de la Universidad como institución autónoma que produce y transmite, siempre de manera crítica (sic), la cultura por medio de la enseñanza y de la investigación. Por eso es importante que la Universidad, en su trayectoria de libertad de investigación, de enseñanza y de formación, supere cualquier tipo de frontera ideológica o geográfica y confirme su vocación universal; es decir, se reafirme en la necesidad de un conocimiento recíproco y de la interacción de las culturas.
Hasta aquí la declaración de principios de los respectivos responsables políticos –ministros y jefes de estado– e institucionales –rectores– con el confesado propósito de promover la movilidad de estudiantes y de profesores entre las diversas universidades europeas, en la idea de que la enseñanza es un servicio público de amplio acceso y, en consecuencia, se ha de exigir la competitividad y excelencia entre profesores y estudiantes para que sea eficaz. Europa podrá tener voz propia en esta sociedad del conocimiento en la que estamos si, y sólo si, las universidades asumen un liderazgo en esta cuestión.
Los supuestos
Es difícil hacer juicios de intención sobre los motivos de toda esta reforma que, en muchos casos, puede ser denominada como revolución. Aunque nada nos impide preguntarnos algunas cosas que resultan de sentido común. Lo primero que cabe preguntarse es si existían razones culturales o científicas para llevar a cabo este modelo. Tengo que contestar que no –al menos no para justificar la celeridad con la que se quiere llevar a cabo–. Después, si las universidades eran tan malas que no atendían a las necesidades de la sociedad. Creo que tampoco. De hecho, las universidades ya habían abordado varias reformas con esa intención. Existe un programa “Erasmus” de intercambio que funciona razonablemente bien, y la convalidación no era el mayor problema para el reconocimiento de títulos.
Pienso, por tanto, que las razones de fondo hay que encontrarlas en otro sitio. En realidad, puede decirse que lo que late en el fondo de esta propuesta es una “razón política” que, en principio, no es buena ni mala, hasta que no analicemos su recámara.
Me remito al denominado informe Bricall, de 2000, para otear los aires que respira toda esta reforma. Se hablaba, en él, de la necesidad –se hablaba de demanda social– de adaptar la universidad a la sociedad para sacarla de su endogamia y atonía. El objetivo era que la universidad, como cualquier institución, debía rendir cuentas a la sociedad que era, al fin y al cabo, la que la financiaba.
Pues bien, si traducimos necesidad de adaptación de la universidad a la sociedad, por adaptación al mercado; y si traducimos rendir cuentas por una manera de “gestión empresarial” de la universidad, tenemos las dos claves sobre las que se sostiene toda la reforma. Porque una cosa es que la universidad tenga que formar individuos y personas que sirvan a la sociedad, y otra muy distinta que la universidad se tenga que regir por las demandas del mercado laboral. Ahora se entiende, perfectamente, el lugar de las humanidades en toda esta reforma, salvo que se las considere como un adorno de las carreras “técnicas”; es más, en este contexto, el estudiante corre el riesgo de ser considerado en los términos de un cliente potencial y, en suma, en los de un consumidor de educación.
Es cierto que el esfuerzo educativo en Europa es ingente y que, de alguna manera, es preciso “ponerle a trabajar”, en el sentido de que se precisa una transparencia en la gestión de esos fondos y un gusto por la calidad de la educación como valor previo y anterior a la mera “eficacia”, comprendida en términos estrictamente económicos. No se olvide que lo que salva una propuesta como la de la Convergencia Europea es la apuesta por hacer de Europa una realidad social y humana, habitada por “ciudadanos” abiertos a los demás; una Europa basada en el Conocimiento como fuerza de construcción de personas y pueblos, capaces de salir al paso de los nuevos retos porque comparten unos valores radicados en un “espacio común”, pero abiertos a todos.
Por eso, a pesar de los pesares, creo que hay que decir sí a la Convergencia Europea; creo que es conveniente apostar por un Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) en una sociedad globalizada, a pesar de los riesgos denunciados. Perderíamos una “oportunidad” real si nos dedicáramos a denostarla por los tintes “oficialistas” que tiene; en cambio, creo que la universidad ganaría si aprovecha este momento para renovar la marcha, para “desoficializarse” y alcanzar una autonomía digna de tal nombre.
Los estudiantes se lo merecen; los profesores creo que también y, sobre todo, se lo merece Europa. Pero no se olvide que, ahora mismo, es una apuesta, por más que en ella estemos todos. ©
Abril 2006 Número 934