bueno, tenía preparado un fragmento que a mí me chocó especialmente cuando lo leí, es de "El Corazón de las Tinieblas" de Joseph Conrad
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LoginAl fin, descendí la colina, oblicuamente, hacia la arboleda que había visto.
"Evité un gran hoyo artificial que alguien había abierto en el declive, cuyo objeto me resultaba imposible adivinar. No se trataba ni de una cantera ni de una mina de arena. Era simplemente un hoyo. Podía relacionarse con el filantrópico deseo de proporcionar alguna ocupación a los criminales. No lo sé. Después estuve casi a punto de caer por un estrecho barranco, no mucho mayor que una cicatriz en el costado de la colina. Descubrí que algunos tubos de drenaje importados para los campamentos de la compañía habían sido dejados allí. Todos estaban rotos. Era un destrozo lamentable. Al final llegué a la arboleda.
Me proponía descansar un momento a su sombra, pero en cuanto llegué tuve la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno. Las cascadas estaban cerca y el ruido de su caída, precipitándose ininterrumpida, llenaba la lúgubre quietud de aquel bosquecillo (donde no corría el aire, ni una hoja se movía) con un sonido misterioso, como si la paz rota de la tierra herida se hubiera vuelto de pronto audible allí.
"Unas figuras negras gemían, inclinadas, tendidas o sentadas bajo los árboles, apoyadas sobre los troncos, pegadas a la tierra, parcialmente visibles, parcialmente ocultas por la luz mortecina, en todas las actitudes de dolor, abandono y desesperación que es posible imaginar. Explotó otro barreno en la roca, y a continuación sentí un ligero temblor de tierra bajo los pies. El trabajo continuaba. ¡El trabajo! Y aquél era el lugar adonde algunos de los colaboradores se habían retirado para morir.
"Morían lentamente... eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales, no eran nada terrenal, sólo sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla verdosa. Traídos de todos los lugares del interior, contratados legalmente, perdidos en aquel ambiente extraño, alimentados con una comida que no les resultaba familiar, enfermaban, se volvían
inútiles, y entonces obtenían permiso para arrastrarse y descansar allí. Aquellas formas moribundas eran libres como el aire, tan tenues casi como él. Comencé a distinguir el brillo de los ojos bajo los árboles. Después, bajando la vista, vi una cara cerca de mis manos. Los huesos negros reposaban extendidos a lo largo, con un hombro apoyado en el árbol, y los párpados se levantaron lentamente, los ojos sumidos me miraron, enormes y vacuos, una especie de llama blanca y ciega en las profundidades de las órbitas.
Aquel hombre era joven al parecer, casi un muchacho, aunque como sabéis con ellos es difícil calcular la edad. Lo único que se me ocurrió fue ofrecerle una de las galletas del vapor del buen sueco que llevaba en el bolsillo.
Los dedos se cerraron lentamente sobre ella y la retuvieron; no hubo otro movimiento ni otra mirada. Llevaba un trozo de estambre blanco atado alrededor del cuello. ¿Por qué?
¿Dónde lo había podido obtener? ¿Era una insignia, un adorno, un amuleto, un acto propiciatorio? ¿Había alguna idea relacionada con él? Aquel trozo de hilo blanco llegado de más allá de los mares resultaba de lo más extraño en su cuello.
"Junto al mismo árbol estaban sentados otros dos haces de ángulos agudos con las piernas levantadas. Uno, la cabeza apoyada en las rodillas, sin fijar la vista en nada, miraba al vacío de un modo irresistible e intolerante; su hermano fantasma reposaba la frente, como si estuviera vencido por una gran fatiga. Alrededor de ellos estaban desparramados los demás, en todas las posiciones posibles de un colapso, como una imagen de una matanza o una peste. Mientras yo permanecía
paralizado por el terror, una de aquellas criaturas se elevó sobre sus manos y
rodillas, y se dirigió hacia el río a beber. Bebió, tomando el agua con la mano, luego permaneció sentado bajo la luz del sol, cruzando las piernas, y después de un rato dejó caer la cabeza lanuda sobre el esternón."
"No quise perder más tiempo bajo aquella sombra y me apresuré a dirigirme al campamento.
Cerca de los edilicios encontré a un hombre vestido con una elegancia tan inesperada que en el primer momento llegué a creer que era una visión. Vi un cuello alto y almidonado, puños blancos, una ligera chaqueta de alpaca, pantalones impecables, una corbata clara y botas relucientes. No llevaba sombrero. Los cabellos estaban partidos, cepillados, aceitados, bajo un parasol a rayas verdes sostenido por una mano blanca. Era un individuo asombroso; llevaba un portaplumas tras la oreja.
"Estreché la mano de aquel ser milagroso, y me enteré de que era el principal contable de la compañía, y de que toda la contabilidad se llevaba en ese campamento. Dijo que había salido un momento para tomar un poco de aire fresco. Aquella expresión sonó de un modo extraordinariamente raro, con todo lo que sugería de una sedentaria vida de oficina.
No tendría que mencionar para nada ahora a aquel individuo, a no ser que fue a sus labios a los que oí pronunciar por vez primera el nombre de la persona tan indisolublemente ligada a mis recuerdos de aquella época.
Además sentí respeto por aquel individuo. Sí, respeto por sus cuellos, sus amplios puños, su cabello cepillado. Su aspecto era indudablemente el de un maniquí de peluquería, pero en la inmensa desmoralización de aquellos territorios, conseguía mantener esa apariencia.
Eso era firmeza. Sus camisas almidonadas y las pecheras enhiestas eran logros de un carácter firme. Había vivido allí cerca de tres años, y, más adelante, no pude dejar de preguntarle cómo lograba ostentar aquellas prendas. Se sonrojó ligeramente y me respondió con modestia: 'He logrado adiestrar a una de las nativas del campamento. Fue difícil. Le disgustaba hacer este trabajo.' Así que aquel hombre había logrado realmente algo.
Vivía consagrado a sus libros, que llevaba con un orden perfecto. "Todo lo demás que había en el campamento estaba presidido por la confusión; personas, cosas, edificios. Cordones de negros sucios con los pies aplastados llegaban y volvían a marcharse; una corriente de productos manufacturados, algodón de desecho, cuentas de colores, alambres de latón, era enviada a lo más profundo de las tinieblas, y a cambio de eso volvían preciosos cargamentos de marfil.
"Tuve que esperar en el campamento diez días, una eternidad. Vivía en una choza dentro del cercado, pero para lograr apartarme del caos iba a veces a la oficina del contable.
Estaba construida con tablones horizontales y tan mal unidos que, cuando él se inclinaba sobre su alto escritorio, se veía cruzado desde el cuello hasta los talones por estrechas franjas de luz solar. No era necesario abrir la amplia celosía para ver. También allí hacía calor. Unos moscardones gordos zumbaban endiabladamente y no picaban sino que mordían.
Por lo general me sentaba en el suelo, mientras él, con su aspecto impecable (llegaba hasta a usar un perfume ligero), encaramado en su alto asiento, escribía, anotaba. A veces se levantaba para hacer ejercicio. Cuando colocaron en su oficina un catre con un enfermo (un inválido llegado del interior), se mostró moderadamente irritado. 'Los quejidos de este enfermo', dijo, 'distraen mi atención.
Sin concentración es extremadamente fácil cometer errores en este clima.'
"Un día comentó, sin levantar la cabeza: 'En el interior se encontrará usted con el señor Kurtz.' Cuando le pregunté quién era el señor Kurtz, me respondió que era un agente de primera clase, y viendo mi desencanto ante esa información, añadió lentamente, dejando la pluma: 'Es una persona notable.'
Preguntas posteriores me hicieron saber que el señor Kurtz estaba por el momento a cargo de una estación comercial muy importante en el verdadero país del marfil, en el corazón mismo, y que enviaba tanto marfil como todos los demás agentes juntos.
"Empezó a escribir de nuevo. El enfermo estaba demasiado grave para quejarse. Las moscas zumbaban en medio del silencio.
"De pronto se oyó un murmullo creciente de voces y fuertes pisadas. Había llegado una caravana. Un rumor de sonidos extraños penetró desde el otro lado de los tablones. Todo el mundo hablaba a la vez, y en medio del alboroto se dejó oír la voz quejumbrosa del agente jefe 'renunciando a todo' por vigésima vez en ese día... El contable se levantó lentamente. '¡Qué horroroso estrépito!', dijo.
Cruzó la habitación con paso lento para ver al hombre enfermo y volviéndose añadió: 'Ya no oye' '¡Cómo! ¿Ha muerto?', le pregunté, sobresaltado. 'No, aún no', me respondió con calma. Luego, aludiendo con un movimiento de cabeza al tumulto que se oía en el patio del campamento, añadió: 'Cuando se tienen
que hacer las cuentas correctamente, uno llega a odiar a estos salvajes, a odiarlos mortalmente.'
Permaneció pensativo por un momento. 'Cuando vea al señor Kurtz', continuó, 'dígale de mi parte que todo está aquí', señaló al escritorio, 'registrado satisfactoriamente.
No me gusta escribirle... con los mensajeros que tenemos nunca se sabe quién va a recibir la carta... en esa Estación Central.' Me miró fijamente con ojos afectuosos: 'Oh, él llegará muy lejos, muy lejos. Pronto será alguien en la administración. Allá arriba, en el Consejo de Europa, sabe usted... quieren que lo sea.'
"Volvió a sumirse en su labor. Afuera el ruido había cesado, y, al salir, me detuve en la puerta. En medio del revoloteo de las moscas, el agente que volvía a casa estaba tendido ardiente e insensible; el otro, reclinado sobre sus libros, hacía perfectos registros de transacciones perfectamente correctas; y cincuenta pies más abajo de la puerta podía ver las inmóviles fronteras del foso de la muerte.
"Al día siguiente abandoné por fin el campamento, con una caravana de sesenta hombres, para recorrer un tramo de doscientas millas."