"Esta predicción, o sea presentimiento de Platón, fue confirmada, para dicha
del género humano, con la aparición de nuestro
Salvador en el mundo, el cual vino a iluminar, derramando sobre él aquella luz
divina que debía disipar todas las tinieblas, deshacer todos los errores de los
filósofos, confundir la presunción de la sabiduría humana y abrir a los
hombres las fuentes de la verdad y los caminos de la verdadera sabiduría.
Así que, sin traspasar los limites de la etica ni pretender que se enseñe a los
jóvenes un tratado de teología moral, quisiéramos que la enseñanza de las
virtudes morales se perfeccionase con esta luz divina que sobre sus principios
derramé la doctrina de Jesucristo, sin la cual ninguna regla de conducta será
constante, ninguna virtud verdadera ni digna de un cristiano.
Llevando siempre esta mira, se deberá poner más cuidado en enseñar a los
jóvenes que cosa sea la virtud, que en definir y en deslindar la naturaleza y
carácter de las virtudes particulares, en lo cual acaso se han detenido
demasiado íos escritores de etica. Porque la virtud, así como la verdad, es una;
es aquella constante disposición de nuestro ánimo a obrar conforme a la
voluntad del supremo Legislador, la cual, confirmada con el hábito de obrar
bien, constituye el verdaderamente virtuoso. Y como esta disposición o
inclinación abrace y se extienda a todos los oficios y codas las acciones de la
vida humana, claro es que en ella se contienen y a ella se refieren todas las
virtudes o, por mejor decir, que la virtud es una.
Aunque esta disposición presuponga el conocimiento de la voluntad del
supremo Legislador, esto es, de la ley que propuso para norma de nuestras
acciones, la virtud consiste más principalmente en el constante deseo de
seguirla y en que todas nuestras ideas y sentimientos se conformen con ella,
Y, por tanto, no bastará que se dé a los jóvenes una idea exacta de la virtud si
además no se los mueve a amarla, porque en esta ciencia, a diferencia de las
otras, se trata más de mover la voluntad quede convencer el entendimiento. La
norma está escrita con más o menos claridad en el espíritu de todos. Importa,
sin duda, desenrollaría, aclararla, ampliarla pero importa más todavía
arraigaría en el corazón de los jóvenes, moverlos a amarla y abrazarla y
fortificarlos contra los estímulos del apetito inferior, que tiran a oscurecerla o
desconocería.
Así que, se deberá hacer sentir abs. jóvenes que sólo por medio de la virtud
podrán llegar a alcanzar aquella felicidad en pos de la
cual los hombres, por una inclinación innata e inseparable de su ser, suspiran y
se agitan continuamente; que esta felicidad no es un bien que exista fuera de
nosotros, sino una idea o más bien un sentimiento que reside en lo más íntimo
de nuestra conciencia, pues nadie es feliz sino el que está íntimamente
persuadido de que lo es; y en tanto lo es, en cuanto goza las dulzuras de esta
persuasión. Que aunque se suponga que los bienes exteriores sean elementos
de felicidad, sólo lo serán cuando su fruición esté exenta de toda inquietud y
remordimiento y acompañada de aquella íntima y dulce persuasión que sólo
cabe en una conciencia pura y tranquila. Y, por último, que no pudiendo la
conciencia humana sentirse pura ni tranquila sin la seguridad de haber
cumplido la voluntad del Legislador, que es el más dulce fruto de la virtud,
sólo deben mirarla virtud como medio de alcanzar la felicidad.
Así se desterrará de sus ánimos aquella preocupación> tan común corno
funesta, que hace mirar os bienes extensores como elementos necesarios de la
felicidad y tener por dichosos a cuantos los poseen. Se debe hacer ver a los
jóvenes que el hombre puede ser feliz sin ellos, porque la providencia del
Criador, reduciendo a muy pocas las necesidades absolutas de la vida,
derramando abundantemente por todas panes los objetos que pueden
sustentaría y aun hacerla agradable, facilitando de tal manera su adquisición
que nadie carecerá de ellos sino por su propia desidia, y, finalmente, haciendo
que la felicidad naciese del ejercicio de la virtud, la puso al alcance de todos y
la hizo independiente de la fortuna. Que la riqueza, los honores, los placeres
no pueden constituir esta felicidad: primero, porque no son accesibles a todos
ni aun al mayor número de los hombres; segundo, porque no se adquieren sin
afán, no se poseen sin inquietud, no se pierden sin grave dolor y amargura;
tercero, porque de suyo no son capaces de producir aquella tranquilidad de
ánimo, aquella interna y dulce persuasión de bienestar en que consiste
esencialmente la felicidad, antes bien la alejan, perturbando el ánimo con el
cuidado de males presentes, de peligros próximos o de futuros temores;
cuarto, finalmente, porque estos bienes sólo pueden concurrir al aumento de la
felicidad cuando son adquiridos con justicia, poseídos con moderación y
dispensados con beneficencia, es decir, cuando se emplean como medios
de ejercitar y extender la virtud y producir aquella dulce persuasión que es el
verdadero elemento de la felicidad.
Por último, se les hará ver que el hombre no puede gozar esta dulce persuasión
de felicidad sin la esperanza de alcanzar su último y más sublime objeto.
Porque el hombre, dotado de espíritu inmortal, penetrado de la idea de su
existencia eterna y convencido de que no puede ser igual en ella la suerte de la
iniquidad y la virtud, ni puede dejar de pensar en ja suene que le aguarda para
después de su vida, ni contentarse con una felicidad circunscrita a su fugaz y
brevísimo plazo. Por consiguiente, no podrá gozar ninguna especie de
felicidad temporal que no esta acompañada de la esperanza de la felicidad
eterna. Si, pues, esta esperanza es independiente de todos los bienes de
fortuna; si ninguno de ellos es por su naturaleza capaz de darla; si sólo puede
existir en una conciencia tranquila, y esta tranquilidad sólo puede nacer de!
sentimiento de haber llenado la voluntad del supremo Legislador y aspirado
constantemente ala eterna recompensa que reservé a os justos, es indubitable
que sólo en la virtud hallará un medio de alcanzar la verdadera felicidad.
Estas verdades son tan claras, que todos las verían de bulto y sentirían su
fuerza si las tinieblas de a ignorancia y as pasiones notas oscureciesen y
debilitasen. Por lo mismo, y para darles el último grado de convicción, se les
hará ver: primero, cómo están contenidas en el apetito natural que tiene todo
hombre a su felicidad, porque el hombre no sólo apetece vehementemente su
bien, sino de tal manera it apetece, que no contentándose con una porción de
él por muy grande que sea, pasa continuamente de deseo en deseo, aspira a
poseer a mayor suma posible de bien, y a esta posesión solamente une la idea
de su felicidad; segundo, que con la misma vehemencia tiene una natural y
absoluta adversión al mal, dando este nombre a todo cuanto es contrario al
bien y de cualquiera manera te turba, le mengua o aleja de nosotros, de forma
que en el apetito al sumo bien se envuelve necesariamente la adversión al
mínimo mal; tercero, por consiguieren, que el objeto de la verdadera felicidad
debe ser infinitamente perfecto e infinitamente bueno y amable, esto es, debe
contener en sí, de una parte, el complemento de toda perfección, toda bondad,
y de otra, la repugnancia y exclusión de toda imperfección y todo mal. ¿Quién,
pues, no conoce que este
mente hacia Dios, único ser perfectísimo y fuera del cual no puede existir
ninguna especie de felicidad?
Y he aquí el centro de toda la doctrina moral y adonde deben ser conducidos
la razón y el corazón de los jóvenes, para que vean reunidos en él el sumo bien
con el último fin del hombre y el objeto de la virtud con el de la felicidad.
La ley que existe en el corazón del hombre, y que es la fiel expresión de la
voluntad del supremo Legislador, le conduce también al mismo Centro, y en él
tiene su complemento, porque no exige de nosotros sino amor a Dios, como
nuestro sumo bien. Es verdad que abran también el amor que debemos a
nosotros mismos ya nuestros prójimos; pero este amor está virtualmente
contenido en aquél, pues de él procede y a él debe encaminarse como a último
término de la virtud y la felicidad. No exige, pues, de nosotros sino lo mismo
que naturalmente apetecemos y lo que un ser racional no puede dejar de
apetecer, esto es, intenso amor al sumo bien.
Mas porque no se crea que éste es un círculo de palabras inventado para
componer un sistema, ni se mire como ociosa o repugnante una ley que sólo
manda al hombre lo que no puede dejar de apetecer, convendrá explicar con
claridad a los jóvenes este artículo por la naturaleza misma del ser humano.
Es una verdad constante que el Criador imprimió a todos los entes animados el
apetito de su felicidad para proveer a su conservación y perfección. Los brutos
siguen sin desvío la dirección de este apetito según la sola ley de su instinto, y
siguiéndola, hallan en el los medios necesarios para alcanzar aquel fin. Pero el
hombre, compuesto de dos sustancias entre sí diferentes, es movido, por
decirlo así, de dos diversos apetitos. El uno procede de] instinto animal, que
nos es común con los brutos, y por lo mismo se llama inferior; el otro, llamado
superior, procede de la razón con que el hombre fue distinguido entre todas las
criaturas. Sin combinar el impulso de estos dos apetitos, el hombre no puede
hallar la perfección de su ser, porque el primero le mueve solamente a buscar
el placer y evitar el dolor, sin considerar otra ley que la de su bienestar
presente y sin idea de otra perfección que la de la satisfacción de sus sentidos.
Pero el segundo, descubriéndole el fin para que fue
criado y presentándole la idea de un bien más real y permanente y de una
perfección más propia de su ser, le inspira el deseo de aspirar a ella y de
alcanzar la verdadera felicidad. El Criador, pues, hizo al hombre libre para que
pudiese merecer porsí mismo esta felicidad; pero al mismo tiempo dejó a su
albedrío seguir uno u otro apetito, y puso en su alma una luz capaz de conocer
la norma que debía seguir para moderar los ímpetus del apetito animal y
dirigir sus acciones al verdadero y sumo bien.
Así que, ambos apetitos nos mueven hacia nuestra felicidad; pero el apetito
animal, mirando sólo a lo que nos parece deleitable y provechoso, da impulso
a nuestras pasiones, y en vez de conducirnos, sueíe alejarnos de nuestro
verdadero bien, mientras el apetito racional, siguiendo la norma impresa en
nuestra alma, busca lo que es honesto y justo y no reconoce deleite ni utilidad
verdaderos donde no ve utilidad y justicia. Por lo mismo, en este apetito está
el principio de nuestras virtudes. Y he aquí cómo el deseo del sumo bien, en
que está cifrada toda ley natural, es el único principio de la perfección
humana, contiene en siel último fin del hombre y reúne en un punto el objeto
de la virtud y el de la verdadera felicidad.
Infiérase de aquí que, pues el primer precepto de la ley es el amor a Dios
como sumo bien —y este amor debe crecer en razón:
primero, de la alteza de su objeto; segundo, del número y excelencia de los
beneficios dispensados al hombre; tercero, de la grandeza de las promesas que
le hizo—el primer deber natural del hombre es perfeccionar este conocimiento
no sólo porque el amor a Dios, en que se cifra toda la ley natural, presupone
este conocimiento, sino porque tan infinita es la perfección de su ser, que no
puede ser conocido sin ser amado, y que tanto mas perfectamente será amado
cuanto sea más perfectamente conocido. Es cierto que el hombre eleva
fácilmente su razón hasta la existencia de Dios; pero lo es más aún que
extiende, engrandece y perfecciona esta idea a proporción que aplica su razón
a la contemplación de sus obras, del orden admirable que las enlaza y de los
fines de amor y bondad a que las destinó. ya conocer por aquí alguna cosa de
la omnipotencia, sabiduría y bondad infinita de su Dios. Y como el hombre
penetrado de esta idea no puede dejar de amarle con todas las fuerzas de su
alma ni dejar de depositar en el toda la confianza y todas las esperanzas de su
corazón, de aquí es que el hombre sea obligado a buscar y perfeccionar este
conocimiento hasta donde la ha de su razón alcance y en cuanto su estado le
permita. Y he aquí cómo se reúnen en un punto Central las tres primeras
virtudes morales del hombre, esto es, la fe, la esperanza y la caridad naturales,
y cómo la ética las debe presentar a los jóvenes mientras la doctrina cristiana
les descubre la alteza y carácter de estas virtudes como teologales y primeras
de nuestra religión.
También se infiere que el hombre es por naturaleza un ente religioso, y que
como tal le presenta la erica. Porque, ¿cómo podrá concebir alguna idea de las
infinitas perfecciones de Dios y de los inmensos beneficios que le dispensó sin
que, además de amarle y confiar en él, se considere obligado a tributarle un
humilde culto de adoración y de gratitud? O ¿cómo podrá ej hombre concebir
esta idea sin que sienta que esta adoración y culto de su Criador es una de sus
primeras obligaciones, y que su desempeño concurre a la perfección de su ser?
No se trata de un culto puramente interno, porque si cuanto es, cuanto puede,
cuanto tiene el hombre procede de la bondad de Dios, su adoración no sería
cumplida si no procediese de todas las facultades mentales y físicas y si no se
demostrase, además de los sentimientos internos de adoración y sumisión, con
actos exteriores de culto y de gratitud. Es verdad que la razón por si sola no
especifica ni determina con precisión los actos particulares de este culto
exterior; pero porque reconoce a Dios como autor y señor de todo lo criado y
como criador y singular bienhechor del hombre, no hay duda sino que dicta:
primero, que nuestro culto exterior debe ser un reconocimiento de su dominio
absoluto y su bondad infinita; segundo, que esta expresión debe ser decorosa,
humilde, agradecida; en suma, análoga, congruente de una parte con la
grandeza y bondad de Dios, y de otra con nuestra pequeñez y gratitud.
A poco que se reflexione sobre esta primera virtud del hombre religioso, se la
hallará colocada entre los entremos, contra los cuales conviene precaver desde
luego a los jóvenes. El primero es la impiedad, la cual, no conociendo años o,
para hablaron más propiedad, desconociéndole, ni le puede amar debidamente,
ni poner en ¿¡su confianza, ni mirarle como bien supremo y termino y
complemento de la felicidad. Tampoco le puede considerar
Como supremo Legislador, y entonces la ley natural, si acaso reconoce alguna
eí incrédulo, no será para él sino una ley de conveniencia o una colección de
máximas de mera prudencia humana, que seguirá sin escrúpulo o abandonará
sin remordimiento, según qué el interés momentáneo le dictase. Pluguiera a
Dios que no estuviese tan cerca de nuestras moradas y de nuestros días el
ejemplo de los horrendos males a que puede arrojarse este monstruo! A sus
ojos desaparece toda relacion entre el Criador y la criatura, y toda idea de
armonía y orden moral se disipa de la faz de la tierra. El interés sólo domina
sobre ella. Ningún principio de equidad y justicia asegura, ningún sentimiento
de honestidad y gratitud acerca, ningún vínculo de amor y fraternidad une a
los hombres entre sí. Cada uno existe aislado y para sí solo, y el interés
individual preporidera al bien, a la concordia y a la existencia misma del
género humano.
Con ideas y sentimientos del todo diferentes, la superstición produce males no
menos funestos cuando, so color de obsequio al Ser supremo, pretende
consagrar todos los errores del espirito y todas las ilusiones del corazón
humano. Porque ¿quién novera con espanto los horrendos e indecentes cultos
que estableció en Los antiguos pueblos y los atroces males y miserias a que
sujeta aún a los que se hallan en estado de barbarie o imperfecta cultura?
Sometiendo de una parte los hombres a vanas y ridículas creencias y a
horribles ilusiones y teniores.y de otra multiplicando sus leyes morales rituales
y las reglas de su conducta religiosa y civil, degrada a un mismo tiempo el
augusto carácter de la Divinidad y la dignidad de la especie humana, robando
a sus individuos hasta la escasa porción de felicidad que pudieran gozar en la
tierra. Hija de la ignorancia, es madre del fanatismo, sí acaso el fanatismo no
es la misma superstición puesta en ejercicio y arrojada por otro derrumbadero
a los mismos males que produce la impiedad.
El amor a nosotros mismos está virtualmente contenido en el amor al Ser
supremo, porque ¿cómo podrá el hombre amar de corazón a Dios, su Criador
y bienhechor, sin que se ame a
mismo, como natura suya y objeto señalado de su amor? Ni ¿cómo podrá
amarse así mismo con puro y verdadero amor sin que ame a este Ser
perfectísimo, a quien debe su existencia, que le colme de tantos beneficios y le
elevó a tan augustas esperanzas?
Y he aquí por qué este amor se supone, más bien que se manda en la ley, y por
qué ésta, más que a excitarle, se dirige a regir y moderar sus aficiones. Él es
connatural al hombre e inseparable de su ser, principio de perfección y medio
de su felicidad.
Así que, el amor propio, tan injustamente calumniado por algunos moralistas,
es en su origen esencialmente bueno, porque procede de Dios, autor de nuestro
ser. Y lo es en su término, pues que tiende siempre a la felicidad, cuyo apetito
nos es también innato. Debemos, pues, mirarle como una propiedad del ser
humano, inspirada por su divino Autor, y por lo mismo esencialmente buena.
Y si esto es así, también serán esencialmente buenos los objetos que apetece
este amor, porque su término es la posesión de los bienes que perfeccionan
nuestro ser. Si se trata de aquellos que constituyen esta perfección y están
identificados con el último fin y felicidad del hombre, esto es, de los bienes
internos y sobrenaturales, ya se ve que son el más digno objeto de nuestro
amor propio, como que son tos únicos bienes puros y exentos de todo mal.
Empero, aunque los bienes naturales y externos sean demás humilde y frágil
condición y en ellos quepa mucha liga y mezcla de mal, todavía pueden
concurrir a nuestra perfección, y para esto nos son dispensados por el supremo
Bienhechor. Es verdad que estos bienes tienen más analogía con la felicidad
temporal que con la eterna del hombre, y que por lo mismo abusa mis
fácilmente de ellos nuestra corrompida naturaleza. Mas pues que Dios nos ha
dado derecho a una y otra felicidad, y ellos virtuosamente poseídos y
dispensados son medios de alcanzar una y otra, visto es que deben ser mirados
como bienes reales y esencialmente buenos.
Así que, los males y desórdenes a que nos conduce el amor propio no sonde
atribuir a su esencia ni a la de los objetos a que apetece, sino al exceso con que
los apetece y al abuso que hace de ellos en su fruición y empleo, cuando
extraviados, por la depravación de nuestra naturaleza, del fin de perfección
para que nos fueron dados, los buscamos o gozamos en sentido contrario del
mismo fin. Por esto, cuando el amor propio, sin consideración a la norma
impresa en nuestras almas para moderar sus aficiones, nos arrastra en pos de
una felicidad puramente mernida y ajena, de la dignidad de nuestro ser, es
claro que, lejos de
perfeccionarle, lo corromperá y alejará de la verdadera felicidad. Empero, si
obedeciendo al apetito superior, regula nuestras determinaciones por el
consejo de la razón sana y sensata y nos conduce al sólido y verdadero bien,
entonces será el verdadero principio de perfección y el más poderoso medio de
la felicidad humana. Los bienes naturales se pueden reducir a cuatro objetos:
la vida, la fama, la hacienda y el placer; y nada probará mejor lo que habemos
dicho que la consideración del uso y abuso que puede hacer el amor propio de
cada uno de estos bienes. Bien empleados sirven al desempeño de nuestros
deberes y al ejercicio de la más recomendables virtudes; mal empleados,
fomentan los vicios mas vergonzosos y nos alejan de nuestro último fin. Por
eso el Criador, al mismo tiempo que nos dió derecho a su posesión y nos
inspiró ej deseo de ellos, nos impuso la obligación de emplearlos conforme a
aquel fin, como medios de alcanzar la verdadera felicidad.
La vida es el don más precioso que hemos recibido de su mano, y no sólo
podemos amarla, sino que debemos conservarla y perfeccionarla conforme al
fin para que nos fue dada. Debemos, por consiguiente, buscar todo lo que
conduce a esta perfección, a saber: primero, la salud, la fuerza, la agilidad, la
destreza corporal y el buen uso de nuestros sentidos, pues que en esto se cifran
los medios de socorrer nuestras necesidades y las de nuestros prójimos, y, por
consiguiente, constituye nuestra perfección física; segundo, debemos cultivar
las facultades de nuestra alma, ya facilitando el más recto uso de nuestra
razón, ya ilustrando nuestro entendimiento y memoria con conocimientos
necesarios y útiles, ya rectificando nuestra voluntad con sentimientos y
hábitos virtuosos; todo lo cual constituye nuestra perfección moral y nos
conduce al mismo fin. Así que, del amor a la vida nace la previsión para
buscar todo el bien y huir todo el mal que se refiera a ella la actividad y
amoral honesto trabajo, la frugalidad y parsimonia, la moderación y templanza
en el placer, la constancia en el estudio y observación, y esta venturosa
curiosidad, que nos lleva constantemente hacia la verdad, y haciéndonos
buscar con insaciable afán cuanto es sublime, belio y gracioso en el orden
físico, y cuanto es honesto, provechoso y deleitable en el orden moral, es
fuente de verdadera sabiduría y principio de la mayor perfección que puede
alcanzar nuestro ser.
Pero nada le aleja más de esa perfección que el desordenado amor a la vida.
De él nacen la pereza, La ociosidad, la indolencia, la acedia, la molicie, la
afeminación, la cobardía, la indiferencia en los males ajenos, el abandono de
los deberes propios y, en una palabra, aquel desenfreno de nuestros deseos
que, enflaqueciendo nuestras fuerzas físicas, entorpeciendo nuestra razón y
corrompiendo nuestra voluntad, nos sepulta en perpetua torpeza e ignorancia,
y nos expone a los errores y excesos que más degradan la dignidad de nuestro
ser.
Después de la vida, es la fama el bien más codiciado de nuestro amor propio,
así por el placer que hallamos en el aprecio ajeno, como por las ventajas que
nos proporciona en el curso de nuestra vida. El deseo de adquirirla,
conservarla, aumentarla, es uno de los reguladores de las acciones humanas, y
cuando no su primer móvil, jamás deja detener en ellas algún influjo. Mozos y
viejos, ricos y pobres, sabios e ignorantes, todos aspiran a distinguirse, aunque
por diversos caminos. Pero el hombre de bien mira a reputación y el buen
nombre como su más precioso patrimonio le considera como legítimo fruto de
su buen proceder y le estima como el único cuya posesión es independiente
del poder y la fortuna. Por lo mismo que este bien no reside en nosotros, sino
en la opinión ajena, nos mueve poderosamente hacia el merito que la concilia;
y mientras nos hace cultivarlas dotes y talentos que recomiendan nuestra
persona, regula nuestra conducta pública y privada por aquellos principios de
honor y probidad que granjean la aprobación y benevolencia general. El
hombre poseído de este deseo todo lo emprende, todo lo sufre por alcanzarle.
Él ha inspirado las ilustres hazañas y las heroicas virtudes que tanto realzan la
dignidad del hombre, y ha sido siempre uno de los más activos y constantes
principios de la perfección de su especie.
Pero este deseo de excelencia y superioridad se desordena cuando,
desdeñando la luz y el consejo de la sana razón, se deja arrastrar hacia la yana
gloria, ¡Qué de guerras no ha encendido, qué de laureles no ha ensangrentado,
qué de naciones no ha desolado esta furiosa pasión de gloria militar, cuyo
falso esplendor tanto deslumbra a los mismos infelices pueblos a quienes tanta
sangre y lágrimas hace derramar!
No menos funesto ha sido el desenfrenado deseo demando, de
autoridad, de influjo, a que llamamos ambición. Siempre ocupada en serviles
adulaciones para captarse el favor, o en insidiosas maquinaciones para
sorprenderle; siempre irritada por la envidia, acompañada del odio y seguida
del espíritu de venganza, persigue el mérito modesto, cuya concurrencia teme;
persigue la inocencia, cuya pureza y candor la corren, y persigue a la virtud,
cuyo modesto esplendor la desluce. Del mismo deseo de excelencia nace este
lujo insensato, azote de las naciones cultas, que devora la fortuna pública y
privada. Él es el que, a falta de prendas y mérito real, busca la superioridad y
la gloria en la vana ostentación de galas y trenes, ricas preseas y muebles
exquisitos, profusiones y gastos que satisfacen el capricho de unos pocos
hombres ociosos e inútiles a costa del sudor de innumerables familias, y él es
también el que, elevando de clase en clase el contagio, inspira a las humildes
el deseo de remedar a las más altas, aumenta las necesidades de todas,
corrompe sus costumbres. consuma su miseria y la ruina del Estado. De él
nace, en fin, esta vana y ridícula afectación de mérito, de virtud, de valor, de
nobleza y de ingenio, que infesta las sociedades con tantos hombres
vanagloriosos, hipócritas, baladrones, quijotes o charlatanes, y tanto degrada
la perfección humana.
Del amor a nosotros mismos procede el amor a la hacienda, cuyo nombre
abran todos los medios de proveer a nuestras necesidades y comodidades. El
deseo de adquirirlos conservarlos y aumentarlos por vías lícitas y honestas es
en eí hombre un principio de perfección, y por lo mismo esencialmente bueno.
Por él provee a su sustentación y a la de cuantos la naturaleza ola sociedad
pone a su cuidado, y de él depende en gran parte el bienestar de unos y otros.
Como el primer móvil de su industria, él ha inventado las artes prácticas, que
multiplican y diversifican estos bienes; ha investigado, descubierto y ordenado
en sistema de ciencias los conocimientos útiles, que promueven el
adelantamiento de estas artes, y se ocupa incesantemente en perfeccionar unas
y otras. Como regulador de la economía doméstica y social, dicta la vigilante
previsión y prudentes máximas que dirigen la conservación y dispensación de
las fortunas pública y privada; y en este sentido es uno de los principios más
activos de la prosperidad de los Estados y de las familias. Éí facilita al hombre
los medios y aumentar mentales, los de satisfacer aquellos puros e inocentes
placeres que hacen más dulce la vida, y, sobre todo, los de ejercitar aquellas
virtudes benéficas, sin las cuales las los medios de aumentar y perfeccionar
sus facultades físicas y sociedades políticas no serian más que congregaciones
de fieras, y la especie humana una raza inmensa de salteadores y miserables.
Mas cuando la razón no regida por ¡os principios de la ley este amor, ya sea en
la adquisición, ya en la posesión, ya en la dispensación de los bienes de
fortuna, su desorden produce los vicios y males más funestos. El deseo
inmoderado de adquirir engendra la codicia, cuya sed insaciable, absorbiendo
en el hombre todos los principios de su actividad, le arrastra hacia todos los
medios de saciarla, por inicuos y reprobados que sean. Fraudes mentiras,
usurpaciones, logrerías, infidelidades, cohechos, sobornos; en una palabra, la
prostitución de todas las ideas de justicia y de todos los sentimientos de
honestidad son compañeros inseparables de este monstruo, y la fuente más
copiosa de corrupción y de miseria.
Otros dos vicios entre sí repugnantes suelen acompahar la codicia y aumentar
sus estragos; de una parte, la sórdida avaricia, que adquiere sólo paraatesorar,
y atesora sólo para adquirir; que, insensible a los males ajenos, y aun a los
propios, va siempre en pos de un bien cuya bondad y usos desconoce,
convierte la opulencia en penurias y se hace mártir voluntario de un temor que
crece a la par que su segixridni. De otra, la prodigalidad insensata desperdicia
los bienes con la misma locura que los apetece; devora después de los suyos
los ajenos, y disipando unos y otros sin razón ni objeto, por lo menos en
objetos indignos de la razón humana, sigue siempre una ilusión, que siempre
se le aleja, y va siempre tras de una sombra de felicidad, que nunca alcanza.
No les anda lejos la furiosa pasión del juego, la única que ha sabido hacer el
monstruoso maridaje de la avaricia y la prodigalidad, pasión que absorbe todas
las demás, que agita en la juventud y enloquece en la vejez, que busca siempre
su felicidad en la fortuna, y la fortuna en el camino que conduce más breve y
seguramente a su ruina. En suma, el apetito desordenado de estos bienes,
corrompiendo y extraviando el interés individual del hombre, convierte el
principio más activo de perfección social
en el instrumento más funesto de corrupción, de iniquidad y de miseria
pública y privada.
Pero ninguna propensión del amor propio es más poderosa que la que tiene
por término el placer. Ella es acaso la única, la primera del hombre, que
envuelve en sí todas las demás. Por el placer buscamos la gloria, y por él
deseamos la riqueza. Por él vencemos nuestra natural aversión al dolor, y le
sufrimos, y por él, en fin, aventuramos muchas veces esta misma vida, que
queremos beatificar con él, y que sin él nos parece grave y molesta. Por su
medio nos conduce el Criador a nuestra conservación, haciendo que el placer
sea inseparable de la satisfacción, y el dolor de la privaci6n de nuestras
necesidades. De ahí es que el comer, beber, ejercitar nuestras facultades
físicas, descansar y dormir sean a un mismo tiempo las primeras necesidades y
los primeros placeres del hombre. Sin ellos ninguno conservaría su vida; con
ellos vive contenta la mayor parte de la especie humana.
De aquí proviene la vehemencia con que el hombre se mueve hacia esta
especie de bien y la facilidad con que abusa de él. Entre el uso y el abuso de
los objetos deleitables no hay más que un paso, y este paso le da la ilusión del
placer. El descode comer declina en gula. y eí de beber en embriaguez; el de
ejercicio pasa a brutalidad, como se ve en la caza, en las luchas y juegos
violentos y en los excesos de la lujuria; ye de descanso y sueno cae en torpeza
y torpe poltronería. Pero en estos excesos ya no hay verdadero placer, porque
consistiendo en la satisfacción de alguna necesidad, es preciso que acabe el
placer donde empieza el exceso en la fruición; esto es, cuando lo que
apetecíamos para nuestra conservación empieza a convenirse en daño y ruina
de nuestro ser.
Por este principio se pueden calificar los demás placeres de los sentidos, pues
que todos los objetos que los afectan agradablemente pueden conducir a
nuestra conservación o perfección. Hay, pues, alguna relación de necesidad
entre ellos y nuestro ser, en cuya satisfacción consiste el placer que nos
causan. El Criador derramando en torno de nosotros tanta abundancia y
variedad de bienes, dotándonos de la aptitud necesaria para convertirlos en
nuestro uso y provecho y en nuestra comodidad y regalo, y excitando nuestra
actividad hacia ellos por medio del placer,
que hizo inseparable de su fruición, quiso que fuesen para nosotros un medio
de perfección y de felicidad. Así es que nuestro apetito naturalmente se dirige
a la bondad que descubre en ellos, y esta bondad es siempre relativa a nuestra
perfección porque es la idea de la conveniencia que hay entre ellos y alguna
especie de necesidad nuestra. Cuando, pues, regulamos el uso estos bienes por
su bondad, esto es, por la necesidad, que término de su conveniencia, su
fruición conduce a nuestra conservación o perfección, y nos da un verdadero
placer; cuando abusamos de ella desaparece su bondad, y con ella placer.
"