Durante este primer período mantiene una dura polémica con Victoria Kent respecto al derecho al voto de la mujer. Victoria Kent argumentaba que la mujer, influida fuertemente por la Iglesia, votaría a la derecha reaccionaria. Campoamor defendía el derecho inalienable al voto de la mujer, independientemente de su orientación política. Esta posición ideológica la enfrentó a sus propios compañeros de partido: "Defendí esos derechos (sufragio universal) contra la oposición de los partidos republicanos más numerosos del Parlamento, contra mis afines. Triunfó la concesión del voto femenino por los votos del Partido Socialista (con destacadas deserciones), de pequeños núcleos republicanos: Catalanes, Progresistas, Gallegistas y Al Servicio de la República, y, en la primera votación de las que recayeron por las derechas. En la última y definitiva, por la retirada de las derechas, sin sus votos"
En la sesión del 1 de octubre de 1931, Clara Campoamor defendió el derecho al voto de las mujeres contra quienes argumentaban que no se debía aprobar el voto femenino, "hasta que las mujeres dejaran de ser retrógradas" (Plácido Álvarez-Buylla Lozana, Rico); "hasta que transcurran unos años y vea la mujer los frutos de la República y la educación" (Victoria Kent) o indefinidamente, "porque las mujeres son histéricas por naturaleza" (Roberto Novoa Santos). Hubo quienes proponían excluir esta cuestión de la Constitución para poder impugnar los resultados si las mujeres no votaban de acuerdo con el gobierno (Rafael Guerra del Río) o reconocer el derecho a voto solamente a las mayores de 45 años "porque antes la mujer tiene reducida la voluntad y la inteligencia" (Ayuso). Las otras dos únicas diputadas en aquél Congreso Constituyente, Victoria Kent, del Partido Radical Socialista, y Margarita Nelken, del PSOE, consideraban inoportuno el reconocimiento del voto femenino y no lo apoyaron.
Finalmente, se aprobaría el cambio en la Constitución de 1931 por una ligera mayoría, quedando el texto como sigue: Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes. En el mes de diciembre de 1931, logró vencer una nueva maniobra, promovida por Rafael Guerra del Rio, para limitar el derecho de sufragio femenino.
Paradójicamente, las elecciones de 1933, primeras con sufragio universal en España, ya que la mujer tenía derecho a voto, significaron la victoria de la derecha política, como había pronosticado Victoria Kent, y tanto ésta como Clara Campoamor perdieron sus escaños.
En 1933 no consiguió renovar su escaño, y al año siguiente abandonó el Partido Republicano Radical por su subordinación a la CEDA y los excesos en la represión del golpe revolucionario de Asturias. Pero cuando, en 1934, pidió, con la mediación de Santiago Casares Quiroga, ingresar en Izquierda Republicana -fusión de radicalsocialistas, azañistas y galleguistas-, la sometieron a la humillación de abrirle un expediente y votar en público su admisión, que fue denegada. Dos afiliadas llegaron a pasear en alto su bola negra, jactándose de la venganza y no pudo por tanto ser candidata en las elecciones de 1936 que dieron la victoria al Frente Popular.
La inquina contra Clara Campoamor se debía a que muchos quisieron ver en la victoria de las derechas de 1933 la consecuencia del voto femenino, supuestamente derechista. Esa "explicación" no se sostiene cuando se considera que las izquierdas ganaron en el 36: las mujeres votaron en ambas elecciones. Pero Clara Campoamor sirvió de chivo expiatorio. Ella, se defendió por medio de un libro: Mi pecado mortal: el voto femenino y yo´publicado en junio de 1936, justo un mes antes del golpe de Estado del ejército.
El golpe militar de 1936 sorprendió a Clara en Madrid, donde asistió al terror "miliciano". Huyó de Madrid, marchando a Alicante, para embarcar vía Génova y llegar a Suiza. Durante la travesía algunos falangistas planearon asesinarla. En Ginebra se instala en casa de Antoinette Quinche, y escribe una obra fascinante en que manifiesta su repulsión por las violencias cometidas en Madrid en nombre de la Revolución: La revolución española vista por una republicana que publicó en francés y sólo recientemente ha sido editada en español. En esa obra Clara no sólo se muestra como siempre lo fue, liberal e independiente, sino que proporciona el primer análisis histórico de la Revolución española y de la Guerra Civil y nos da su sincero testimonio.
Cuando en 1951 quiso volver a España, Clara se encontró otro problema: era masona, iniciada en la logia de adopción Reivindicación, dependiente de la Logia Condorcet, del Gran Oriente Español, en Madrid, junto a María P. Salmerón, Mercedes Hidalgo, Isabel Martínez de Albacete, Consuelo Berges, Esmeralda Castells, Matilde Muñoz, y Rosalia Goy Busquets. La dictadura militar franquista propuso, al igual que con otros masones elegir entre dar los nombres de los masones que conocía, o pasar 12 años en la cárcel. Dijo que ser masona era un delito legalísimo cuando ingresó en la masonería. Eligió, otra vez, el ostracismo, el destierro y el olvido.
El exilio la llevó en distintas ocasiones a permanecer en Francia, Argentina y Suiza, En 1955 se instala en Lausana, donde trabaja en el bufete de Antoinette Quinche, su amiga y traductora, ejerciendo la abogacía hasta que se quedó ciega, y allí murió de cáncer en abril de 1972, a la edad de 84 años. Sus restos yacen en el cementerio de Polloe, en San Sebastián, no en Madrid, dónde nació: San Sebastián era el lugar donde se encontraba cuando se proclamó la República.