Guasito, entiendo que aquí se entremezclan ambos derechos, ya que creo que la COPE da muchas opiniones, a la vez que da algunas informaciones. A eso mismo me refería cuando en el mensaje 273 de este hilo decía que “cosa distinta es que se dediquen exclusivamente a expresar sus pensamientos, ideas y opiniones, pero en ese caso, ya han dejado de informar, amén de que incluso este derecho tiene sus limitaciones”. Aquí hacía mención precisamente del 20.1.a) aunque no lo hiciera de forma del todo correcta al no mencionar esta parte del artículo 20 de forma expresa. Sin embargo, y como ya he dicho, entiendo que el 20.1a) no está exento de limitaciones, a la vez que considero que las “informaciones” que da la COPE a menudo están teñidas de opinión. Asimismo, creo que esta falta de separación clara entre información y opinión sólo puede llevar a un sitio: a confundir al oyente, de modo que el resultado es que éste llega a entender como información lo que es simple opinión de los locutores.
Dllp6, tú consideras que no entras a valorar lo que pueda decir el CAC sobre este asunto. Yo, por el contrario, entiendo que es del todo necesario entrar a valorarlo, o cuanto menos, “escuchar” a ambas partes para llegar a un “pseudojuicio” de las cosas, que es a lo que supongo intentamos entre todos llegar. Parece bastante claro que quién más y quién menos sabemos lo que dice la COPE sobre este tema, pero me da la impresión de que no todos sabemos qué piensa el CAC, ya que muchos nos hemos conformado con la “información-opinión” de la emisora episcopal. Debido a ello, me veo en la obligación de transcribir PARTE del Acuerdo del CAC con respecto a los contenidos de la COPE. Ya sé que es largo y puede resultar para muchos un “peñascazo”, así que pido mil disculpas de antemano. De todos modos y aunque no sea necesario decirlo, cualquiera es libre de continuar leyendo este mensaje o pasar al siguiente.
Saludos, y hasta otro rato.
Texto extraído del Acuerdo del CAC sobre los contenidos de la COPE:
Es necesario entrar ahora a tratar la cuestión relativa a la capacidad del Consejo para tomar decisiones sobre el grado de corrección o respeto de los correspondientes límites constitucionales en relación con el ejercicio, por parte de sujetos privados, de sus derechos constitucionales a la libertad de información y libertad de expresión.
Resulta sorprendente la argumentación formulada por los interesados en el sentido de que la adopción de decisiones que afectan o incluso verifican, de forma directa o indirecta, el correcto ejercicio, por parte de particulares, de derechos fundamentales, se situaría fuera de las competencias de las administraciones públicas, y que en realidad nos encontraríamos ante un ámbito que correspondería en monopolio a los órganos integrados en el poder judicial.
Es preciso decir que si esto fuera así, buena parte de la actividad habitualmente desarrollada por nuestras administraciones públicas no podría llevarse a cabo.
Y es que en la medida que la Constitución no constituye un mero decálogo de principios, sino una norma jurídica que obliga al conjunto de los poderes públicos (artículo 9.1), no existe ningún poder público, órgano u organismo (ni siquiera el Tribunal Constitucional) que ostente el monopolio de la interpretación y aplicación de la misma, sino que todas y cada una de las instituciones y poderes del Estado, desde su concreta posición dentro del sistema político e institucional, son los destinatarios del conjunto de mandatos que se incluyen en la norma fundamental.
Del mismo modo, en su marco de competencias y atribuciones, y siempre sin perjuicio del completo sistema de equilibrios y controles entre los poderes públicos constitucionalmente previsto, corresponde también al conjunto de instituciones del Estado velar por el respeto de la Constitución y, más concretamente, por el ejercicio, de acuerdo con los parámetros y límites establecidos, de los derechos fundamentales y las libertades públicas. De modo particular, y en el caso de los diversos órganos y organismos que integran las administraciones públicas, entre los que se encuentra, como es sabido, el Consejo del Audiovisual de Cataluña (institución que, por cierto, nunca ha tenido el menor asomo de vocación de autoatribuirse la naturaleza de órgano de carácter jurisdiccional), es preciso recordar que el artículo 106.1 CE somete, sin distinciones, el conjunto de su actividad al control de los tribunales, lo que en la práctica supone, principalmente, que este control lo lleven a cabo los órganos que se integran en la jurisdicción contenciosa administrativa.
Este control abarcará, como no podría ser de otra forma, las decisiones administrativas que puedan afectar a la esfera de derechos y libertades constitucionalmente protegidos de los ciudadanos. De hecho, éste es precisamente el sentido del artículo 53.2 CE cuando señala que «cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14 y la Sección Primera del Capítulo II ante los Tribunales ordinarios por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad, y en su caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional». Resulta sorprendente que los interesados pretendan ver en este precepto la previsión de un monopolio jurisdiccional en materia de fiscalización del ejercicio y protección de los derechos fundamentales, cuando lo que es evidente que prevé, en realidad, es la posición privilegiada de jueces y tribunales en la interpretación del alcance y la tutela de los mismos (sin perjuicio, lógicamente, de la posibilidad de la intervención del Tribunal Constitucional a través del mecanismo procesal del recurso de amparo), y, en consecuencia, el derecho de cualquier ciudadano a solicitar la tutela jurisdiccional en aquellos supuestos en los que entienda que una determinada decisión emanada de un poder público (especialmente, de la Administración) es fruto de una incorrecta aplicación o reconocimiento del alcance de los derechos fundamentales y libertades públicas.
Si observamos nuestro ordenamiento jurídico, podremos comprobar como, siempre bajo el control de los tribunales, y contando asimismo con la garantía última de la solicitud de amparo ante el Tribunal Constitucional, la atribución a las administraciones públicas de potestades que suponen, de forma directa o indirecta, la determinación del alcance del ejercicio legítimo de un derecho fundamental, o incluso, la decisión, en un caso concreto, a propósito de los límites que son legítimamente imponibles a dicho ejercicio, es algo presente y habitual (incluidas, específicamente, las normas reguladoras del régimen jurídico del audiovisual).
Por citar sólo algunos ejemplos, podemos referirnos en primer lugar a la Ley Orgánica 9/1983, de 15 de julio, reguladora del derecho de reunión. Su artículo 10 atribuye a la autoridad administrativa competente la capacidad para delimitar e incluso impedir, sobre la base de una serie de criterios enunciados de forma genérica (básicamente el criterio de la alteración del orden público o el peligro para personas o bienes) y dejados a la interpretación y aplicación concreta de la Administración, en cada caso, el ejercicio del derecho fundamental de reunión reconocido en el artículo 21 CE. Teniendo en cuenta, por otro lado, que el artículo 23 de la Ley Orgánica 1/1992, de 21 de febrero, de protección de la seguridad ciudadana, tipifica como infracción grave la celebración de reuniones en lugares de tránsito público o de manifestaciones, incumpliendo lo previsto en dicho artículo 10 de la Ley Orgánica 9/1983.
En segundo lugar, y como es sabido, el Real Decreto Ley 17/1977, de 4 de marzo, de reforma de la normativa sobre relaciones de trabajo, otorga a la Administración, a través del artículo 10, la potestad de limitar y especificar el alcance del ejercicio del derecho fundamental a la huelga en aquellos casos en los que sea necesario establecer los conocidos como servicios mínimos: «cuando la huelga se declare en empresas encargadas de la prestación de cualquier género de servicios públicos o de reconocida e inaplazable necesidad y concurran circunstancias de especial gravedad, la Autoridad gubernativa podrá acordar las medidas necesarias para asegurar el funcionamiento de los servicios». Por otra parte, resulta muy interesante, a los efectos de las actuales consideraciones, ver cómo el Tribunal Constitucional avaló, en su día (Sentencia 11/1981, de 8 de abril), la atribución a la Administración pública de la responsabilidad del establecimiento y control del marco legítimo del ejercicio del derecho fundamental en cuestión: «la decisión sobre la adopción de las garantías de funcionamiento de los servicios no puede ponerse en manos de ninguna de las partes implicadas, sino que debe ser sometida a un tercero imparcial. De este modo, atribuir a la autoridad gubernativa la potestad para establecer las medidas necesarias para asegurar el funcionamiento de los servicios mínimos no es inconstitucional, en la medida en que ello entra de lleno dentro de las previsiones del artículo 28.2 de la Constitución, y, además, es la manera más lógica de cumplir con el precepto constitucional. La autoridad gubernativa se encuentra –ello es obvio– limitada en el ejercicio de esta potestad. Son varios los límites con los que se topa. Ante todo, la imposibilidad de que las garantías en cuestión vacíen de contenido el derecho de huelga o rebasen la idea de contenido esencial, y, después, en el orden formal, la posibilidad de entablar contra las decisiones la acción de tutela jurisdiccional de derechos y libertades públicas y el recurso de amparo ante este Tribunal.»